Las calificaciones, la musica y tus inquietudes

Al igual que ustedes, yo también me pregunto como pueden relacionarse las las tres palabras que componen este título. Me pregunté si podría escribirse algo al respecto, considero que sí y aquí vamos.

Ahí tenemos al pobre Vicente Murillo, sentando pensando en las posibles etimologías que unen a cada palabra. Las mira por un lado, las mira por el otro; las voltea y las retuerce, nada, no halla absolutamente nada. Decepcionado por su primer perspectiva, y obviamente cansado, porque el concentrarse en perspectivas cansa mucho, decide abandonar la silla de madera de pino de tercera, compañera desde sus estudios de filosofía en el bachillerato. Enciende su cigarro, contempla la calle que se postra frente a él, como si la vida pasara de soslayo; o quizá con momentos felices, pero es inexorable su paso, huella de un gigante que acaba por vencernos a todos.

Las buenas calificaciones nunca fueron una particularidad que realzara la existencia de Vicente, tampoco las malas. Fue uno de esos estudiantes peligrosos, porque no se le veía un destino claro, y su propensión a hacer nada de su vida era alto. La concepción de sí mismo era diezmada por una ceguera, como si de asperger se tratara. En la clase de música era el peor, nunca llevaba el ritmo y pocas veces hacia el esfuerzo por hacerlo; terminó siendo músico en un bar, de esos que cambian de administración cada 6 meses en el DF. Su gata, La Carmela, como le había nombrado la hija de la vecina del número 6 de la calle Dr. J. Navarro, era un ser de los más perezoso y poco hogareño, comportamiento muy común en los felino. Vicente poseía una mirada inquisitiva, un rostro de esos que fácil se olvidan, porque todos los mexicanos tenemos uno igual, algo así como el de Speedy González. Una estatura promedio, pa' pronto un mexicano sin ton ni son, sin chiste ni gracia, pero sí un desgraciado. Y también era un zapatista.

Su cuarto era un poco chico, con la puerta derruida y problema de roedores, presumiendo apenas un café que seguramente era el color original, es decir, desde que había sido colocada la puerta. El picaporte oxidado y con un solo tornillo, aunque tenemos que decir que funcionaba a la perfección. Una habitación, y una cocina, eso es todo en su interior. Su estufa, de esas de color blanco que apenas distingues con una hielera y una marca que nunca se muestra en anuncios televisivos; grasa escurrida por los quemadores y por las paredes laterales. Pegada a ella, una mesa de 3 pies, no de alto, sino de columnas, ¿la cuarta? una pila de tabiques mal apilados, eso sí, de toda clase de tamaños y colores; parte del estilo minimalista que el habitante tanto apreciaba. Vicente se sentaba en la cocina todas las mañanas, pensando que ésta es parte fundamental de una familia y de un constructo social, sin ella simplemente no habría sociedad. Después salía a ganarse la chuleta de todos los días.

Murillo, como ya dije, era músico no por convicción, sino por error. Aprendió a tocar el acordeón saliendo de la escuela, un amigo le enseñó cuando éste se hallaba ebrio y Vicente tenía que complacerlo. Tocaba un acordeón de los más corrientes para un grupo norteño que se había quedado sin vocalista hacía muchos años, y el cual no lograban encontrar. Fue el último de 10, de los cuales 7 fueron muertos por riñas ajenas, 2 por propias y el décimo simplemente un día no llegó, nadie movió una piedra por él. Tocaban todos los viernes, porque un anuncio en cartulina verde fosforescente así lo anunciaba "Música en Vivo, lo mejor del Tex-Tex"

Vicente, como quien dice Vic, había llegado a la gloriosa edad de 40 años, y sus inquietudes seguían aletargadas, o quizá entumidas por tantos inviernos sin conocer la luz. Lo estaban matando, infringiendo un escosor en su mente, algunas veces cedían, otras resistía hasta bien entrada la noche. ¿Insomnio? frecuente y funcional para que Vic, como quien dice Vicente.

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