Reflexiones sobre Rayuela
Si en la literatura existieran las dimensiones, es decir, fueran planos interconexos, Rayuela pertenecería a una quinta dimensión. Tendrías desdobleces en todas direcciones, hacía todas las profundidades, sin pérdida de centímetros. Un libro de la vida, de la muerte, de la soledad y de muchas otras cosas, que como seres humanos experimentamos. Caminamos con las emociones enterradas en el alma, sin que podamos saber qué son. Rayuela te ayuda, como un espejo, a escarbar y desenterrar, afiligranadas, las emociones que vemos nacer, crecer, y no en pocos casos, desaparecer. Es un prisma de la fotografía que no se ve, y que puede llamarse otredad. La otredad es el centro de la novela, flotante en cada capítulo, pero que como unidad, es un amasijo aparentemente informe, voluptuoso, pletórica de símbolos que se superan a sí mismos, como los teóricos afirman la dialéctica se comporta.
Cortázar juega con sus personajes, al igual que lo hace con los lectores que asisten al evento, como una fiesta de burlones que gustan de reírse, con el corazón en la mano, de todo, incluso de la mano que sostiene al corazón. El lector hace la novela, le da el sentido que tiene que tomar, y al mismo tiempo, se apropia de todo, absolutamente todo lo que está escrito en cada página. Cortázar se vuelve un vehículo que a su vez nos ofrece un libro como vehículo. El vehículo del vehículo para comprender la realidad que nos abrasa, y por momentos, pareciera que nos congela.
La literatura se confirma en los objetos desgastados y el dolor de la carne, que se manifiesta en forma de huesos y piel. Rayuela y Cortázar resignifican la vida, como dos chicos que juegan a poner el mundo boca arriba.
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