Durante las primeras lluvias del verano, el calor se instalaba en las moradas del país, avisando que los próximos días serían los más calurosos del año. Los campos áridos pedían a gritos sombra para sus resecas grietas, mientras los campesinos rogaban al cielo por las aguas que revivieran las ajadas cosechas y el cadavérico ganado. Los habitantes de la ciudad se guarecían a la sombra de sus hogares, evitando a toda costa poner un pie en las abrasivas calles. Los perros callejeros bostezaban una y otra vez, asomándose una lengua rosada entre sus colmillos, señal del sopor que pesaba sobre su talante. Sentado en un camastro castigado por los años, un hombre longevo y de aspecto taciturno, miraba al infinito, como si sumara dos infinitos. El viejo permanecía inmóvil, abrazando su propia existencia entre pequeñas inhalaciones de nicotina, dejando escapar volutas que el viento recogía en segundos. Fumar era lo único que no cambiaba a través de los años, desde su juventud como guer...
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