Pablo Bello I
Durante las primeras lluvias del verano, el calor se instalaba en las moradas del país, avisando que los próximos días serían los más calurosos del año. Los campos áridos pedían a gritos sombra para sus resecas grietas, mientras los campesinos rogaban al cielo por las aguas que revivieran las ajadas cosechas y el cadavérico ganado. Los habitantes de la ciudad se guarecían a la sombra de sus hogares, evitando a toda costa poner un pie en las abrasivas calles. Los perros callejeros bostezaban una y otra vez, asomándose una lengua rosada entre sus colmillos, señal del sopor que pesaba sobre su talante.
Sentado en un camastro castigado por los años, un hombre longevo y de aspecto taciturno, miraba al infinito, como si sumara dos infinitos. El viejo permanecía inmóvil, abrazando su propia existencia entre pequeñas inhalaciones de nicotina, dejando escapar volutas que el viento recogía en segundos. Fumar era lo único que no cambiaba a través de los años, desde su juventud como guerrillero en la sierra, hasta sus mejores días como dirigente del Partido, incluso cuando las reservas de tabaco escasearon en toda la región. Las manos jamás daban tregua a su labor, mecánicamente acariciaban una enorme barba negra, enraizada en sus pómulos y que llegaba hasta la boca del estómago, recorriéndola de arriba a abajo sin descuidar un solo vello, por momentos, parecía que la vida del otrora guerrillero procedía de la fricción de sus manos y sus vellos. Satisfecho con la tarde, bebía hundido en sus quehaceres políticos y sus peroratas imaginarias, invitando a fantasmas de su pasado a arengar su agudeza y sus desprecios contra los bloques anticomunistas.
Continuará...
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