Como todos los días.

A la ducha le grito las razones por las que debo dejarte. Cada gota, y detrás de ésta, me enerva hasta aniquilar todas y cada una de las palabras. Por momentos quisiera tenerte ahí en frente, dibujada sobre las baldosas con asomos de moho y decirte todo de una buena vez. Me enjabono y enjuago, recapitulo todas y cada una de las ofensas que me has hecho. Con espuma en la boca, te espeto lo ridícula que eres y lo mucho que necesitas para derribar a este gigante autoproclamado. Con el rastrillo en la mano, te amenazo cual arma, la viva imagen de las razones recién enunciadas.

A veces soy complaciente y entiendo tu condición de mujer joven, algunas otras, tu poca madurez y tu mucha saña contra los hombres que te rodean. Te desprecio como a ninguna, y sin embargo, no dejo de estar disponible para ti en cualquier momento que tú lo decidas. Así es la vida y así son las lagunas emocionales. El psicólogo me dijo al respecto "son tendencias suicidas y claros rasgos de dependecia". No tenía razón, y si la tuviera, no son más que habladurías de un mercenario que disecciona lo que él cree entender desde la comodidad de un peldaño imaginario. Tampoco te da derecho de réplica y eso es injusto.

Camino al trabajo, justo cuando cruzo el dintel de la última puerta de mi departamento, el perdón se asoma. Paternalmente me susurra al oído las mil razones que tengo para perdonarte, los equívocos que cometo todos los días y que al igual que los tuyos, están sujetos a reproches. Ahora es tu voz. Tu misma voz que con tono melifluo busca un sólo hecho que haga recular mi tozuda razón para no hacerlo.

Son las ocho de la mañana. Al otro lado del ventanal estás tú, sentada cómodamente esperando el café caliente que llevo en las manos. Repaso las disculpas, no quiero que pienses que soy uno de esos peleles que puedes pisar con la suela de tus zapatos. Al entrar, me miras con dulzura. Yo sonrío a modo de disculpa, como todos los días.

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