Exequias para un ateo.
Desde
muy niño siempre quise morirme. Pero no sin cierto drama. Esta
afirmación no proviene de un punzante dolor por la existencia, sino
por el simple hecho de ver llorar a mis papás. Su condición de
prácticos, los mejores tomadores de decisiones, me llevaron a
inventarme varias escenas que terminaban con mis exequias. No es
precisamente un castigo por una infancia desastrosa o alguna venganza
mal lograda.
Me
intriga qué tipo de entierro podrían darme, a sabiendas que si algo
es notorio en su día a día es la ausencia de creencias
supraterrenales. Quizá buscarían salir del paso con un entierro
cristiano, puesto que los cajones se venden por todos lados, además
hay sacerdotes, literalmente, en franca abundancia. Complicaría la
situación si optaran por elegir mis inclinaciones espirituales. A
los 4 años dejé de creer que los pollos que morían en la granja de
mis padres tenían asegurado un lugar con el Creador. De una vez y
para siempre la religión se despidió de mi sin dar trazos de
aceptarme nuevamente.
Aún
hoy, como adulto, sigo pensando en
las posibilidades,
claro, he
refinado los postulados y las maneras de comprobar los efectos
causados por mi muerte, pues está demás defender la idea de morir y
al mismo tiempo observar sus rostros.
Desde
la comodidad verbal, ensayo una y otra vez los escenarios, busco en
el rictus de mi madre una señal que recompense mi esfuerzo.
Mi madre, mi pobre madre, me mira con cierta compasión, cercana
a la resignación;
apenas
se pronuncia al respecto, con maneras gentiles me regala la victoria
como las fieras lo hacen con sus cachorros.
No obstante, me retraigo cuando está mi padre, su liviandad para
zanjar el asunto
derriba cualquier intento por
más sutil que éste sea.
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